Domingo 17º del Tiempo Ordinario - Ciclo A ☺ Mateo (13,44-52):

27.07.2014 04:31

Mateo (13,44-52):

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?» 
Ellos le contestaron: «Sí.» 
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»

Palabra del Señor

 

Meditacion del Papa Francisco 

Pero alguno puede decirme: Padre, pero yo trabajo, tengo familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante mi familia, el trabajo. Cierto, es verdad, es importante ¿pero cuál es la fuerza que mantiene unida la familia? Es precisamente el amor, ¿y quién siembra el amor en nuestros corazones? Dios, el amor de Dios. Es precisamente el amor de Dios que da sentido a los pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes pruebas. 
Esto es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida con amor, con ese amor que el Señor ha sembrado en el corazón, con el amor de Dios. Y esto es el verdadero tesoro. Pero, ¿el amor de Dios qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. Jesús. (S.S. Francisco, 11 de agosto de 2013). 

Tomado de 

Reflexion 

¿RENUNCIAR? ¿A CAMBIO DE QUÉ?

 

La vida cristiana se ha presentado muchas veces como un constante ejercicio de renuncia: renunciar al dinero, renunciar a los placeres de la vida, renunciar a las comodidades, renunciar a la ambición, renunciar, renunciar, renunciar... Pero ¿para qué?, ¿a cambio de qué?

        

CAMINO DE PERFECCIÓN

Sin que esto suponga que criticamos a aquellos que buscan sinceramente la perfección, hay que afirmar que el cristianismo no debe confundirse con lo que se llama un camino de perfección, un método para llegar a ser santos. El objetivo de Jesús no era enseñar al hombre a ser más santo, a ser más perfecto; el suyo no era un proyecto dirigido únicamente al individuo, sino orientado a la transformación de la manera de vivir de toda la humanidad.

Cuando Jesús presenta las bienaventuranzas, que constituyen el núcleo de su programa, no dice a quienes le escuchan que serán más santos si hacen todo aquello, sino que serán felices.

Es la felicidad de los hombres, de todos los hombres y de cada uno de ellos en particular, lo que preocupa a Jesús, porque ésa es la principal preocupación del Padre.

Por eso no se puede considerar la perfección como un ideal propiamente cristiano. Éste era el ideal de los fariseos y lo fue también de ciertas escuelas filosóficas de la antigüedad (los estoicos, por ejemplo). El ideal cristiano es la felicidad. Y, en consecuencia, la felicidad es la razón por la que un cristiano actúa: un cristiano se comporta cristianamente porque tal comportamiento es causa de alegría para él y para sus semejantes. O, si se quiere formular la cuestión de otra manera: debe juzgarse que una acción es buena si produce felicidad en quien la realiza y contribuye a la felicidad de los demás.

 

UN TESORO, UNA PERLA

Ésta es la idea central de las dos primeras parábolas que se leen este domingo: el reino de Dios es como un tesoro escondido, como una perla de incalculable valor. Si alguien encuentra el tesoro o la perla y descubre el valor tan inmenso que tienen, hace todo lo necesario para conseguirlos. Reunirá todo el dinero que pueda, aunque tenga que vender todas sus posesiones, todo lo que tiene, y correrá a comprar la perla o el campo donde sabe que está escondido el tesoro.

La parábola no necesita demasiadas explicaciones. Jesús ha dicho desde el principio que hay ciertas cosas que son incompatibles con el evangelio; y resulta que esas cosas son las que más se valoran entre la mayor parte de los hombres: el poder, la riqueza, los honores... ¿Por qué hay que renunciar a todo eso? ¿Para qué? ¿Es que la renuncia tiene valor en sí misma? Estas preguntas quedan respondidas con las parábolas que comentamos.

En primer lugar, el proyecto de Jesús, el reino de Dios, es un tesoro para el hombre, el mayor tesoro. Vivir de acuerdo con el evangelio vale más, tiene más valor que cualquier otro modo de vida. Más que todo el dinero del mundo, más que todos los honores, más que todo el poder.

Y, en segundo lugar, la elección debe llenar de alegría a quien la realiza. El dolor que pudiera causar la renuncia a algo que se ha querido hasta ese momento debe quedar anulado por la felicidad que produce lo que se ha elegido: «Se parece el reino de Dios a un tesoro escondido en el campo; si un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y de la alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo aquel».

 

LO QUE DE VERDAD IMPORTA

No quiere esto decir que no cueste ningún esfuerzo renunciar a todo lo que es incompatible con el evangelio. Lo que quiere decir es que la razón por la que se hace tal esfuerzo no es otra que la seguridad de que el resultado final será una felicidad mucho mayor. Y no sólo en la otra vida: ya, desde ahora, desde el momento en que se descubre el valor de lo que se ha elegido.

 

En conclusión: lo realmente importante no es la renuncia, sino la elección; lo que realmente nos hace mejores no es lo que dejamos, sino lo que elegimos. Y la elección es consecuencia no tanto de que queremos ser mejores, más santos, más perfectos, sino más bien de que hemos descubierto que adoptando el modelo de vida que propone el evangelio, siendo cristianos, podremos tener y ofrecer a los demás, de la manera más excelente, la experiencia del amor compartido, que es la felicidad.